








Hacer teatro independientísimo: ¿de qué va?
Si realmente es independiente, se gestiona desde cero: o se consiguen fondos a pulso, o los productores ponen de su propio bolsillo la lana para levantar el proyecto. Y, aun así, deben invertir lo imposible para irse posicionando poco a poco en el mercado. Además, casi siempre tienen que pagar por presentarse: los teatros subsidiados por el gobierno ya están saturados por quienes hacen teatro “no tan independiente”.
Un productor independiente trabaja con lo casi imposible. Si tiene dinero, pone su propio teatro y paga rápidito las facturas de su planta artística. Pero si no es el caso, debe competir con los calendarios de los teatros, rezar porque le den un hueco y elegir con cuidado dónde presentarse —porque si el teatro truena, el poco dinero invertido se va directo a la basura. Y ojo: por muy buena que sea la obra, el público no llega solito.
El productor independiente también debe diseñar y ejecutar su propio plan de marketing, jalar a la audiencia desde sus propias plataformas y, si hay recursos, contratar un equipo especializado. Si no, toca hacer malabares. A eso súmale el gasto en publicidad, el pago a actores, vestuarista, escenógrafo, iluminador, técnico, director, chofer para los traslados de escenografía, vestuarios, props… en fin: un ejército de oficios para que la magia suceda.
Pero la magia debe suceder, tanto para el productor como para los artistas. Todo lo anterior, aunque suene a calvario, es paradójicamente aliento de vida: se miden los riesgos, se apuesta, y no solo se sueña, sino que se ejecuta para que suceda con los menores tropiezos posibles.
¿Y por qué? ¿Para qué? Porque, si no, el artista —o el productor que también suele ser artista en ciertos casos— no solo corre el riesgo de no poder comer ni pagar las cuentas (jajaja), sino de algo todavía más grave: perder aquello que le da sentido a la vida. La magia de su quehacer es, en realidad, lo que lo mantiene vivo.
Así que todo lo que haya que hacer, se hace. Sin romantizarlo, pero con la convicción de que vale infinitamente más quien se lanza a producir que quien se queda mirando, criticando o poniendo trabas.
Por eso los productores independientes son una joyita. No es casualidad que no haya que perderlos de vista. Los buenos productores independientes parecen hacer magia… pero no. La magia es solo la lectura romántica del resultado. Lo que realmente hacen es mover todos los hilos, ejecutar, tomar decisiones y accionar para que el milagro suceda: ver en escena aquello que un día fue apenas una idea.
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Hacer teatro independiente no es para frágiles ni para soñadores ingenuos. Es para quienes se ensucian las manos, para los que saben que detrás de cada función hay sangre, sudor, lágrimas… y facturas. El teatro independiente no sobrevive de discursos, sobrevive de acción. Y quienes lo producen son héroes anónimos que, sin aplausos propios, permiten que otros los reciban en escena.
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Al final, el teatro independiente es eso: un acto de fe puesto en práctica. Una apuesta constante entre lo posible y lo imposible. Y aunque la “magia” sea lo que se ve en el escenario, la verdadera hazaña está en todo lo que ocurre antes: la voluntad de un productor que se atreve a darle vida a lo intangible.